viernes, 5 de febrero de 2010

La Plaza de mi Pueblo


Nohelí ha escrito:

Querido Padre, le escribo llena de una profunda tristeza. Mi familia está dividida por culpa de diferencias políticas.

Hace poco, mi hermano y yo nos hemos maltratado, nos hemos levantado la voz y hemos tomado la decisión de no volver a cruzarnos palabra alguna.

Sé que he causado un dolor terrible a mi madre. Lo estoy lamentando mucho, pero siento un gran resentimiento y todavía no estoy dispuesta a arreglar las cosas con mi hermano. Me siento herida. Además estoy muy avergonzada por la manera en que lo he tratado.

Padre, quiero arreglar las cosas. Quiero vivir en paz.

Querida Nohelí, te estás refiriendo a una de las peores desgracias que amenaza el bienestar de nuestra sociedad: la división y el enfrentamiento por motivos ideológicos. Al parecer, no queremos aprender de nuestra historia; no terminamos de reconocer que tenemos los mismos derechos; obstinada y absurdamente insistimos en lo que nos separa y derrumbamos lo que nos une.

Dice el Señor: “Todo reino dividido contra sí mismo, es asolado, y toda ciudad o casa dividida contra sí misma, no permanecerá.” (Mt 12, 25).

Es verdad que no existe ni existirá jamás una sola manera de pensar. Sin embargo, debemos procurar ser movidos por un mismo espíritu de unidad. Unidad a pesar de la diversidad. Dice San Pablo: “Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos” (1Cor 12, 4-6). Ruega Cristo al Padre: “Que todos sean uno” (Jn 17, 21).

Ahora bien, una creencia, un apego ideológico, un estilo de vida resultan vacios si no se traducen en el bien de todos. ¿De qué sirven tus “convicciones” si te apartan de los tuyos y te distancian de la práctica del amor? ¿Acaso construiremos patria sembrando discordias y tristeza a nuestro paso? No podemos perdernos el respeto; no sirve a un País que sus ciudadanos vivan acostumbrándose al maltrato.

El que hable de amor que lo practique. Así entonces nuestras actitudes darán valor a nuestros pensamientos y palabras:

Cuentan que una madre llevó a su hijo ante Mahatma Gandhi e imploró: Por favor, Mahatma, inste a mi hijo a no comer azúcar. Gandhi, después de una pausa, pidió: tráigame a su hijo de aquí a dos semanas.

Dos semanas después, ella volvió con el hijo. Gandhi miró bien profundo en los ojos del muchacho y le dijo: No coma azúcar.

Agradecida, pero perpleja, la mujer preguntó: ¿Por qué me pidió dos semanas? ¡Podía haber dicho lo mismo antes!

Y Gandhi respondió: Hace dos semanas atrás, yo estaba comiendo azúcar.

Nadie da lo que no tiene. Debes dar testimonio del bien que pretendes. Trata con respeto y consideración a tu hermano y construye con él, a pesar de las diferencias, una sociedad donde reine la justicia y la paz. Aléjate de esa tendencia marcada de nuestros días de aborrecer al otro por su manera de pensar. No vaya a ocurrirte lo que a una mujer que he conocido, que se ha puesto el título de “luchadora social” y a quien he visto discriminar a sus iguales en una situación de emergencia, siendo capaz de auxiliar con cisternas de agua a quienes empatan con su “doctrina”, negándola a los demás.

Nohelí, la plaza de mi pueblo fue teñida de un solo tono, pero yo estoy convencido que el cielo que nos espera es multicolor. Hoy caminas en esta patria que espera lo mejor de ti; avanza buscando valores auténticos que permitan el bien de todos, recordando que debes hacerte digna de habitar en la Patria celestial.

Hay muchas situaciones difíciles que afrontar. Lo mejor es hacerlo unidos. No desgastemos nuestras vidas enfrentándonos a fuerza de ideologías y creencias. La meta debe ser común: EL BIEN DE NUESTRO PUEBLO. Todos a una sola voz proclamemos, ante todos los hombres y mujeres de nuestra Patria querida: ¡cese la división!

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